





Blogs de la escritora, Lola Mariné:
Y eso es todo por hoy, compañeros y amigos. Pasad una feliz semana.
Mián Ros
Blogs de la escritora, Lola Mariné:
Y eso es todo por hoy, compañeros y amigos. Pasad una feliz semana.
Mián Ros
Plétora, El Temerario
(Relato del Latifundio Antiguo)
La presencia de Plétora se había enraizado como el musgo a la piedra en el corazón de Selena, su madre. La historia, sigilosa huella almacenada por el tiempo, quedó cedida a los cantos y a las leyendas de los vecinos reinos. Fruto de la misma, la mejor pluma de escriba en tierra Almaranthya reflejó en el Libro Sagrado la virtud del dechado guerrero y de todo cuanto enardeció en sus horas inmemoriales. De ese modo, siguió latiendo en el corazón de los hombres y fue musitado en la seguridad del hogar, y envidiado, justamente, por los más imprudentes, que como él, como Plétora, al que apodaron El Temerario, terciaron el instinto, el orgullo y el temple de sus espadas en resguardo y entrega del reciente coronado rey, Sharna: hijo ilegítimo de Agrión El Esplendente, soberano de Almaranthya.
Y no fue otro valle, sino Orgányrielf, el que como cada atardecer descubría a las dos voluntades dignas de su estirpe, madre e hijo, sentados en La Loma Alta junto a Única, La Piedra Distinta y Sabia, mientras contemplaban, con ojo paciente, la interminable hueste de nubes que arrastraba el viento del oeste por encima de sus cabezas.
Selena había sido paciente con su hijo, pero los días se habían tornado en su contra. Él estaba creciendo y madurando demasiado deprisa. Ella llevaba semanas en las que era incapaz de escucharle, inmersa en una espiral angustiosa que la alejaba de él y la hundía en la preocupación más severa y definitiva; sentía que sus días como regazo habían llegado a su fin.
Aquellas horas se hacían difíciles de soportar, y aunque procuraban no alejarse demasiado el uno del otro, su contemplación últimamente iba más allá de su hijo, el de gesto audaz, el inteligente y honesto que estaba sentado en aquel momento a su lado. Nunca fue de noble cuna, que sí de afecto; de puño firme y estampa erguida y sencilla como su padre.
Señaló con la mano, con el desparpajo que solía descubrir ante cualquier cosa, la nube más distante y alta que envolvía la figura del sol y alteraba el color del cielo.
─¡Mira ésa, madre! ─exclamó.
La atrevida forma dejaba imaginar a un Lûbia joven, de alas extendidas cual coloso que bajara de la crepuscular altura al terreno firme de los humanos.
Sin embargo, la mirada ausente de Selena ni siquiera mostraba un cariz de sorpresa ni contradicción, y aún menos asomo de tristeza, apenas esbozaba un gesto que pudiera analizar su hijo en respuesta a su afligido estado de ánimo.
─Parece un águila ─expresó Plétora, recluido en mundo ensoñador y paralelo.
Y rió, con la soltura que puede desprender la fuerza de unos labios sedientos y una mirada larga y llena de juventud por absorberlo todo.
Ella giró su rostro, y buscó esta vez los ojos de su hijo, sometida a una inquietud que solo el sentido de una madre se atrevería a comprender.
Selena era una mujer de hogar, pese a haber estado unida a un hombre de la guerra, un oficial distinguido y laureado de las tropas de Kur. Y, sumisa y domeñada a ese rumor, el aliento de la guerra, se sentía condicionada incluso en las noches más cálidas a toda compresión de su espíritu: los ejércitos de Verdya echaban abajo todo bastión almaranthyo y las tropas invasoras de Arón -rey vecino- se hacían camino hoyando terrenos vírgenes a los rudos pies de los caballeros verdyos.
Ella no podía negarse a la voluntad de su hijo ni sesgar la llamada de su corazón por servir al nuevo rey, necesitado de manos fuertes y avezados sentidos; Sharna precisaba todo aliento disponible para reducir el avance enemigo. Instaba a la casta, a las raíces del reino, a la reunión de miles de almas. Y estos acudieron a la llamada: hombres venidos de cualquier confín insólito, guerreros valerosos, aldeanos fieles, y Plétora lo era, para orgullo o desgracia de Selena. Quizá nunca quiso que su hijo portara con tanta destreza y temeridad su espada, ni deseó que fuera varón, y aun menos que fuera tan indomable, pues jamás estuvo segura de forjar en sus entrañas a un guerrero. Tal vez por cobardía, para no tener que sufrir una angustiosa separación, viendo cómo las zarpas del destino se lo arrebataba y lo llevaba lejos, demasiado lejos, a la batalla. Tal vez nunca debió educarle en el camino del honor. Pero Plétora se había preparado contra la voluntad de su madre, y rebelado contra todo el temor que atesoraba ella desde el primer día.
Si bien, Selena estaba orgullosa de su hijo, después de todo. Si hubiera sido desleal a sus principios se sentiría sucia, traidora de su propia honestidad para con su hogar, pero sobre todo, habría sido infiel a la palabra que un día juró delante de su esposo, capitán de la guerra, mucho antes de que el mensajero trajera la fatídica noticia de su muerte.
“Plétora será todo un hombre, digno de esta familia” ─le dijo antes de despedirse y dejarlo ir. Y aquello quedó como una concesión que se repetía en su conciencia cada vez que veía a su hijo tras romper el alba.
Pero hubo un tiempo que aquella promesa fue quedando lejos, como un cántico de manantial bajo la protección de las densas arboledas de Kur. Hasta que la propia actitud de Plétora, ávido por servir al rey, fue despertando del letargo y desempolvando el juramento en la conciencia de su madre.
Plétora, en aquel momento volvió a reír, apartando a Selena por unos segundos de su desánimo. Apoyó la cabeza sobre el hombro de su madre de una forma natural, y confesó una vez más sus coreados sueños.
─Te enviaré nubes esculpidas por el soplo de mi ímpetu ─susurró─. Quiero que sepas de mí, madre. El destino que me sea otorgado viajará en este cielo. En él advertirás mis avances, mis amores, mis triunfos... Quiero que te sientas orgullosa de tu hijo, al igual que lo estuviste al lado de padre. Quiero que él, allá donde esté, sienta lo mismo, que se vea salpicado por la casta que presagió para mí; los dioses le guarden en su bien.
─Puedes sentirte orgulloso ─musitó Selena sin abandonar la vista del cielo─. Él lo estaba de ti ─afirmó con un dejo de nostalgia─. Y yo también, hijo mío.
Y giró la cabeza y sus miradas se abrazaron en medio del silencio.
Aquella mirada se quedó tallada en la mente de su madre.
Y desde aquel día todo resultó diferente. Pasó el tiempo, y así fue como el valle de Orgányrielf se arropó año tras año de verdes hojas, vivas y muertas. Cayeron las primeras y las últimas nieves, y se deshicieron una y otra vez bajo el manto. Florecieron los campos revestidos de rojo, blanco y amarillo, y todo color intensificó la ilusión de una madre. Y la rueda de la vida continuó, surco a surco, estación tras estación.
Y un ocaso tras otro, jóvenes y vigorosos vientos trajeron cientos de nubes a los ojos de Selena; en sus livianos contornos, vislumbró las conquistas de su hijo. De ese modo, recogida y solitaria vio pasar sobre su estampa: espadas, caballos, trenzas de panes y glorias, hombres de brillantes armaduras, mujeres de admirables cabellos y más admirables corazones, siempre arrebujada ante el frescor de La Loma Alta junto a Única, La Piedra Distinta y Sabia, añorando una sombra, una esperanza.
Pero cuando la rodeaba la noche, la incertidumbre parecía latir, amenazante y viva despertando su miedo; era consciente del desagravio que palpitaba en su corazón. El tiempo la había ido recluyendo en la torpeza. Las estaciones habían mermado su andar y el bastón de cedro que utilizaba ahora, no con el fin que siempre había tenido de avivar las cenizas de la chimenea, sino para afianzar su paso, era demasiado pesado para sostener siquiera su consumida figura, que cedía con las horas.
Selena, aquel atardecer, subió el repecho de la Loma Alta. Se acomodó lentamente junto a Única, La Piedra Distinta y Sabia, y descansó su cabeza en la roca primigenia y gris, y unió su mirada al cielo.
La inmensidad que la cubrió era aterciopelada y azul, y no encontró ni una nube que acrecentara su ánimo; así había sido desde que el frío y el deshielo habían resuelto abandonar los parajes de Kur; la sequía había estirado sus brazos durante toda la estación primaveral, y las nubes eran meros recuerdos extinguidos en el valle. Solo entonces supo que las fuerzas le habían abandonado y que nunca volvería a bajar de allí, al menos por su propio pie. Ya no había cansancio en su cuerpo ni en su alma, era un liviano placer que la albergaba por entero. Sin embargo, y por alguna razón, se sentía dichosa.
Ahogó un lamento; no tenía fuerzas para suspirar. Sus ojos estaban secos y cansados, pertrechados en una carne agotada y sin calor, desgastada por el recuerdo. Y cerró sus párpados, consciente de que lo hacía por última vez, deseosa de consumar el último segundo de tan angustiosa espera.
Luego, llegó el silencio.
Solo el viento sacudió el pelo de Selena y se llevó su alma hacia lo alto. En ese momento, la luz crepuscular desveló dos nubes recortadas frente al sol; el destello dorado recorrió el perfil de sus formas cuando se acercaron y abrazaron.
Poco a poco, en el límite del horizonte la luz fue cediendo a la oscuridad de la noche hasta que la intimidad fue total.
Y volvió el silencio y las nieves al valle de Orgányrielf. Y también llegaron las flores y cayeron las hojas; y así el ciclo se repitió en tierras Almaranthyas. Y entonces volvió Selena y su hijo Plétora a visitar La Loma Alta, y a Única, La Piedra Distinta y Sabia, pero sólo en forma de canción y de leyenda.
Mián Ros (quedan todos los derechos reservados sin permiso del autor)
Más relatos del Latifundio Antiguo:
Fragmentos de capítulos, La Leyenda de Almaranthya:
*El Estirpe Salvaje y los dos tardos (frag. capítulo 4)
*El Señor del Bosque (frag. capítulo 18)
Un saludo a todos, compañeros y amigos.
Mián Ros